jueves, 8 de junio de 2017

Juan 1:6-13 La gloria del Verbo en su encarnación

Un prólogo sublime. El Verbo: Desde Su eternidad hasta Palestina
Juan 1:1-18
La gloria del Verbo en su encarnación (6-13)
Por Julio C. Benítez
Pastor en la Iglesia Bautista Reformada la Gracia de Dios en Medellin
Introducción:
Las grandes mitologías de las civilizaciones antiguas están llenas de dioses que gobiernan desde lugares ubicados fuera o por encima del planeta tierra; dioses que tienen algún interés en el género humano y promueven cierta clase de ética. Las mitologías siempre han procurado acercar a la divinidad con lo humano, por eso encontramos a los dioses griegos con rasgos, pensamientos y actuar muy parecido al de los hombres: entre ellos hay luchas, envidias, celos, engaños, entre otras facetas netamente humanas. Pero no sólo encontramos a los dioses actuando como hombres, incluso en la conducta incorrecta; sino que también encontramos a algunos hombres alcanzando la divinidad, a través de su propio esfuerzo, y, permitiendo así, que los dioses se interesen más por el bienestar humano.
El deseo de ver a Dios caminando en la tierra ha estado siempre presente en la ilusión humana; y la esperanza de que un hombre llegue al sitio donde habita la divinidad para interceder por ella, también. Pero ninguna mitología pudo demostrar de una manera fehaciente y verosímil que la divinidad pueda habitar en medio de la naturaleza humana. Este fue un tema debatido por los antiguos filósofos griegos, y en el pensamiento de Platón encontramos cuál fue la conclusión: La divinidad es espíritu puro, impoluto, la razón e idea perfecta; mientras que la materia es mala en sí misma, llena de pasiones; por lo tanto, lo divino no puede mezclarse con lo humano.
Pero, tanto las mitologías como la filosofía, no son más que el pensamiento humano imperfecto y caído, tratando de dar una respuesta a las necesidades más trascendentales y existenciales del hombre.
Mas, hay una realidad que no es producto de las teorías humanas: la situación caída del hombre requiere de una solución divina para su pecado. La miseria espiritual del género humano, ocasionada por su caída en el pecado, y la consecuente incapacidad para hacer el bien según Dios; le ubicaron en una posición de rebeldía contra el Dios creador, y por lo tanto, de enemistad. Dios se volvió enemigo del hombre y su ira está sobre él. Pero Dios ama al género humano porque en él puso su imagen y semejanza; de manera que se requería una solución perfecta, duradera y eficaz para este abismo de separación entre Dios y el hombre.
¿Quién podría ser el medio para encontrar la solución? ¿Un hombre? Un hombre bueno y santo, lo máximo que podría hacer es elevar su voz a Dios y clamar por la humanidad; pero Dios no lo escuchará, porque aunque durante toda su vida ande en obediencia a Su Ley santa, este hombre ya es un pecador, pues, sólo por nacer de padres humanos pecadores hereda la naturaleza de maldad y la culpa del pecado original. De manera que ningún ser humano podría ser ese medio de expiación y reconciliación con Dios. ¿Qué tal un ángel del cielo? Bueno, él podría interceder por el hombre, pero, no se necesita sólo la intercesión, se requiere que él satisfaga las demandas justas de la ira de Dios sobre el hombre pecador; lo cual requiere que muera, pero no cualquier muerte, debe ser una muerte eficaz, de carácter eterno; y él mismo debe tener el poder para levantarse de la tumba. Ningún ser angélico tiene esta capacidad en sí mismo. Además, los ángeles son seres de otra especie, ellos no pueden hacer expiación por el hombre, porque el que debe morir es un hombre. Entonces ¿qué queda? De parte del género humano no hay nada que se pueda hacer. La muerte reina y la esperanza ha fenecido.
Pero, ¡escuchemos!, es una conversación más allá del cosmos, más allá del tiempo; es un momento solemne en la eternidad (si se puede hablar de momentos), Dios el Padre está haciendo un pacto con Dios el Hijo, una conversación en el seno de la Divinidad. El padre le dice al Hijo “Pídeme, y te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra” (Sal. 2:8), y el Hijo le pide que le dé muchas personas, las cuales quieren que sean suyas y vivan para el Padre. Pero el Padre le dice: Hijo, todos ellos serán rebeldes contra mí, violarán mi Ley y tendrán un corazón perverso; ellos se venderán al mal, se someterán voluntariamente como esclavos de Satanás y, en consecuencia, estarán bajo mi ira; mi justicia demandará que ellos mueran eternamente en el sitio de condenación que he preparado para el diablo y sus ángeles. Más el Hijo dice: Padre, qué debo hacer para rescatarlos de tu ira, para librarnos del poder del diablo, para redimirlos del poder del pecado; y ganarlos para nosotros. El padre responde: es necesario que Tú te hagas como uno de ellos, en todas sus debilidades, pero sin pecado; y vivas en medio de ellos mostrando la gloria moral de la Divinidad; pero debes morir la muerte que ellos deben sufrir, debes beber la copa de mi ira eterna, la cual derramaré sobre ti al llevar los pecados de éstos que me has pedido; pero tú te levantarás de la tumba, tu propio poder, el poder de mi Espíritu y mi propio poder te levantará de entre los muertos; garantizando así que todos por los que mueras vivan para siempre en mi presencia.
Y es así que un día, el Dios Hijo, al cual Juan ha llamado el Verbo, el Logos o la Palabra de Dios; entra en la escena humana como un tierno niño, nacido de mujer, la divinidad caminando en medio de los hombres, y la inmortalidad muriendo en una cruz, para luego revivir de la tumba y obtener eterna salvación para todo aquel que cree en ÉL.
Hoy Juan nos presentará la gloria del Verbo en la encarnación. Estudiaremos solamente el verso 14 del capítulo 1, pues, tiene un contenido corto, pero profundo en doctrina y verdad. Para una mejor comprensión de este pasaje lo estructuraremos así:
1. La encarnación del Verbo: “Y Aquel Verbo fue hecho carne
2. La morada terrena y gloriosa del Verbo: “Y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre)”
3. La plenitud de la encarnación del Verbo: “lleno de gracia y de verdad
Iniciemos con nuestro primer aspecto:
1. La encarnación del Verbo: “Y Aquel Verbo fue hecho carne”. Aunque esta es una frase corta, no es sencilla en su significado. Juan nos ha mostrado que el Verbo era Dios y estaba con Dios; por lo tanto, Aquel que fue hecho carne es Dios mismo. Esto no es algo fácil de entender, ni debió ser un hecho simple. Toda la eternidad estuvo preparándose para este magno evento. “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a Su Hijo, nacido de mujer, y nacido bajo la ley” (Gál. 4:4). No alcanzamos a imaginar la gran conmoción que se dio en los cielos cuando el Padre envió al Hijo a la tierra para que asumiera un cuerpo humano. Pero, si sabemos que el Hijo, con obediencia y humildad, “entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste; mas me preparaste cuerpo” (Heb. 10:5). Él, el Dios eterno, en cumplimiento del pacto de gracia que hizo con el Padre, desciende “a las partes más bajas, o sea, a la tierra” (NVI Ef. 4:11).
El que se hace carne es Dios, la segunda persona de la Trinidad. Pero, ¿cómo puede esto ser posible? No lo entendemos, y no sé si algún día lo comprenderemos, mas es una verdad que debe ser aceptada por fe. Juan afirma que el Verbo, el Eterno, el Creador, es el que se hace carne; es decir, toma para sí todo lo que significa ser un hombre: un cuerpo débil, mortal y un alma humana. Jesús es el nuevo Adán, dice Pablo, pero el cuerpo de Adán, antes de la caída, era mejor que el cuerpo que asumió Cristo, pues, el de Adán no tenía debilidad, el de Cristo sí, aunque sin pecado. Esto es lo que dice el Espíritu Santo: “Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo. Por lo cual debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo” (Heb. 2:14, 17).
Bendita historia, el Verbo, el Rey de gloria, toma cuerpo mortal, para así salvar al pecador.
El misterio de la encarnación del Dios Hijo asombra al creyente, enloquece al filósofo, trastorna al teólogo y divide la historia humana. Pero, si Dios es quien toma la carne, entonces ¿Dios dejó de ser Dios para volverse hombre, o Cristo era un hombre divinizado? Siempre que dejamos a nuestra mente volar e indagar en el misterio de la encarnación del Verbo surgirán infinidad de preguntas lógicas, pero siendo un misterio, tal vez el misterio más grande, sólo nos toca aceptar por fe lo que la Biblia dice. Es por esa razón que en la historia de la Iglesia los doctores y teólogos, luego de estudiar profundamente las Escrituras, se adelantaron a las elucubraciones de la mente humana, y, por lo menos, declararon lo que no significa la encarnación. Jesús, el Verbo hecho carne, es Dios caminando entre los hombres, pero también era un hombre, débil y mortal, más sin pecado. “Como nosotros, tuvo hambre y sed, comió, bebió, durmió, se cansó, sintió dolor, lloró, se regocijó, se maravilló, fue movido a ira y a compasión. Habiéndose hecho carne y habiendo tomado un cuerpo, oró, leyó las Escrituras, sufrió siendo tentado y sometió su voluntad humana a la voluntad de Dios el Padre. Y finalmente, en el mismo cuerpo, sufrió y derramó su sangre verdaderamente, murió verdaderamente, fue verdaderamente sepultado, resucitó verdaderamente y ascendió verdaderamente al Cielo. Y, sin embargo, ¡todo ese tiempo era Dios además de hombre!”[1]
 La Iglesia confiesa que esto es verdad: En Jesús se une lo divino y lo humano, él tiene dos naturalezas, pero ellas no se mezclan, y tampoco pueden separarse. Lo divino no absorbió a lo humano, ni lo humano rebajó a lo divino. En el Credo de Calcedonia la Iglesia nos ayuda a comprender este misterio cuando afirma: “Nosotros, entonces, siguiendo a los santos Padres, todos de común consentimiento, enseñamos a los hombres a confesar a Uno y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en Deidad y también perfecto en humanidad; verdadero Dios y verdadero hombre, de cuerpo y alma racional; consustancial (coesencial) con el Padre de acuerdo a la Deidad, y consustancial con nosotros de acuerdo a la humanidad; en todas las cosas como nosotros, sin pecado; engendrado del Padre antes de todas las edades, de acuerdo a la Deidad, y en estos postreros días, para nosotros, y por nuestra salvación, nacido de la virgen María, de acuerdo a la humanidad; uno y el mismo, Cristo, Hijo, Señor, Unigénito, para ser reconocido en dos naturalezas inconfundibles, incambiables, indivisibles, inseparables; por ningún medio de distinción de naturalezas desaparece por la unión, mas bien es preservada la propiedad de cada naturaleza y concurrentes en una persona y una Sustancia, no partida ni dividida en dos personas, sino uno y el mismo Hijo, y Unigénito, Dios, la Palabra, el Señor Jesucristo; como los profetas desde el principio lo han declarado con respecto a Él, y como el Señor Jesucristo mismo nos lo ha enseñado, y el credo de los santos padres que nos ha sido dado”.
El Verbo fue hecho carne, es decir, el Dios Hijo asumió para el resto de la eternidad, un cuerpo humano; luego de su resurrección, glorificado y perfeccionado, pero cuerpo humano. Esta es una gran verdad que dignifica al hombre, pues, que Dios se haya identificado con nosotros, tomando nuestra forma y limitándose a sí mismo en un cuerpo de carne, es algo sorprendente. Hoy día, el Dios Hijo que nos representa ante el Padre, intercediendo por nosotros, tiene un cuerpo de carne glorificado.
Los ángeles mismos se maravillaron de esto y no pudieron evitar venir a la tierra a contemplar este misterio de la encarnación de Dios, cantando y dando declaraciones de alabanzas a Emmanuel, Dios con nosotros. La noche de Navidad, la natividad de Cristo, ha sido la noche más memorable y santa de la historia humana, pues, en ella, no solo nació un bebé, nació un niño que es Dios y hombre a la vez.
Y este hombre, con dos naturalezas, pero una sola persona, vino con el propósito de habitar por un tiempo entre los hombres, y mostrarnos así la gloria velada del Dios inmortal. Este será nuestro segundo punto.
2. La morada terrena y gloriosa del Verbo: “Y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre)”.
La expresión griega “y habitó entre nosotros” tiene la connotación de plantar una tienda o tabernáculo, es decir, el Verbo se hizo carne con el fin de establecer su tienda o morada entre los hombres. ¿Con qué fin? Con el propósito de que viéramos la gloria del Verbo, la gloria de Dios.
Es probable que Juan, al escribir esta parte de su prólogo, haya estado pensando en el Éxodo, cuando el pueblo de Israel transitaba por el desierto, rumbo a la tierra prometida, y en medio de sus luchas, pecados y aflicciones Dios plantó su presencia en medio de ellos  a través del Tabernáculo. Este lugar representaba su presencia, la shekiná de Dios. La presencia de Dios manifiesta su gloria. El pueblo pudo ver su gloria en el tabernáculo, por medio de la nube que lo cubría; y también cuando Dios dio su Ley a través de Moisés; el fuego y los truenos mostraban la gloria de la presencia del Señor.
Jesús, el Verbo hecho carne, fue como un tabernáculo de Dios en medio de los hombres. Cuando Cristo andaba por Palestina, era Dios quien andaba en medio de la humanidad. Pero ¿De qué manera vio Juan y los otros discípulos su gloria? Ellos la vieron cuando él se transfiguró, allí lo miraron, con sus ojos físicos, como un día lo miraremos nosotros en su retorno glorioso a la tierra para introducirnos al estado eterno de perfección y dicha. “Y se transfiguró delante de ellos, y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz” (Mt. 17:2).
Pero es muy probable que Juan también tenga en mente la gloria moral de Cristo. Nunca había caminado en este mundo un hombre que fuera perfecto en todo: que su juicio fuera justo, que no hablara mal de los demás de manera pecaminosa, que no hacía bromas dañinas, que siempre decía la verdad, que amaba a sus enemigos con amor práctico y sincero, que obedeciera la Ley de Dios de manera perfecta, no sólo en lo externo, sino con amor y deleite profundo. Nunca habitó en este planeta un hombre que se preocupara tanto por los necesitados, por los enfermos, por los oprimidos por el diablo, que anunciara el evangelio con tanta pasión y convicción. ¿Quién como Cristo? Nadie. Su gloria moral debió impactar poderosamente a todos los que le conocieron verdaderamente. “Quien cuándo le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 P. 2:23). “No brilló con pompa o grandeza mundanas, según lo que la nación judía soñaba fervorosamente que haría su Mesías. Pero fue revestido con la gloria de santidad, gracia y verdad”[2].
Pero también vieron su gloria a través de sus milagros, como cuando Cristo convirtió el agua en vino en las bodas de Caná: “Este principio de señales hizo Jesús en Caná de Galilea, y manifestó su gloria; y sus discípulos creyeron en él” (Juan 2:11); o cuando resucitó a Lázaro “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Juan 11:4).
Ahora, la gloria que vieron de Cristo estaba velada por su cuerpo de carne, más un día, le veremos en su plena gloria, conservando su cuerpo humano glorificado: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado” (Juan 17:24). Jesús ama su gloria y desea que los suyos la podamos contemplar un día; pues, viéndolo a él, seremos transformados a su imagen.
La gloria que Juan y los demás discípulos vieron en Cristo, no fue cualquier gloria, pues, ésta se correspondía con lo que Jesús era, el Unigénito del Padre, es decir, el hijo único, de la esencia del Padre. “Como”, no significa copia o parecido, sino, como corresponde a su dignidad. Jesús manifestó la gloria que le corresponde como Hijo único de Dios. Nosotros somos hijos, pero por adopción y regeneración, Jesús es Hijo por engendramiento eterno, de la misma esencia del Padre.
Pero Jesús, el Verbo, se encarnó para mostrarnos su gloria, especialmente para revelar su gracia y verdad. Este será nuestro tercer punto:
3. La plenitud de la encarnación del Verbo: “lleno de gracia y de verdad
Jesús, el Dios hombre, vivió en esta tierra bajo los principios y propósitos divinos que se había establecido en el pacto de gracia. Él vino para dar gracia y vino para mostrarnos la verdad; “cuando hablaba, sus mensajes estaban llenos de ese favor inmerecido hacia los culpables (p. ej., publicanos y pecadores), y los mismos atributos se revelaban en sus milagros de curación, de hecho, en toda su vida y muerte, las cuales han de ser consideradas como un sacrificio expiatorio cuyo único propósito era el merecer para su pueblo la gracia de Dios”[3].
Su gracia se manifiesta de manera especial cuando muere en la cruz, este tabernáculo de carne, Dios y hombre, es que el sufre los clavos y las espinas, y derrama su sangre redentora con valor eterno y suficiente para salvar a todos los que quiso salvar. La sangre de ningún animal y la sangre de ningún hombre podía obtener este beneficio tan amplio para la humanidad, solo la sangre del Dios hecho carne lo pudo lograr. “Aquel que sufrió por el pecado en la cruz y fue hecho pecado por nosotros fue “Dios manifestado en carne”. La sangre con que fue adquirida la iglesia es denominada sangre del Señor (cf. Hch. 20:28)…Esta constante unión indivisa de dos naturalezas perfectas en la persona de Cristo es exactamente lo que otorga un valor infinito a su mediación y le cualifica para ser el Mediador mismo que necesitan los pecadores. Nuestro Mediador es Alguien que puede compadecerse de nosotros porque es un verdadero hombre. Y, sin embargo, al mismo tiempo, es Alguien que puede tratar con el Padre a nuestro favor en términos de igualdad porque es verdadero Dios. Es la misma unión la que otorga valor infinito a su justicia cuando es imputada a los creyentes: es la justicia de Alguien que era Dios además de hombre. Es la misma unión la que otorga un valor infinito a la sangre expiatoria que Él derramó por los pecadores en la Cruz: es la sangre de Aquel que era Dios además de hombre. Es la misma unión la que otorga un valor infinito a su resurrección: cuando Cristo resucitó, como cabeza del cuerpo de creyentes, lo hizo no como mero hombre, sino como Dios”[4].
El carácter de Cristo fue lleno de gracia y de verdad, “llenos de gracia fueron sus labios y llena de gracia fue su vida. Fue lleno de gracia de Dios, con el Espíritu morando en Él sin medida; lleno de bondad, amor y favor hacia el hombre; lleno de verdad en sus hechos y palabras, porque en sus labios no hubo astucia; lleno de verdad en su predicación concerniente al amor de Dios el Padre hacia los pecadores y al camino de salvación, porque siempre reveló con rica abundancia todas las verdades que los hombres necesitan conocer para el bien de su alma”[5]. El Verbo, Cristo, trajo consigo riquezas espirituales, especialmente nos dio el evangelio de la gracia, en contraste con los requisitos pesados de la Ley ceremonial. El Verbo vino lleno de verdad, nos trajo el conocimiento real de Dios, trajo el verdadero consuelo y limpieza que no pudieron dar los tipos y sombras  del Antiguo Testamento. Jesús es la manifestación plena, completa y abundante de la gracia de Dios para con el hombre pecador; y nos dio la verdad sobre cómo el hombre puede ser reconciliado con Dios.

Aplicaciones:
Hoy hemos aprendido que Jesús, el Verbo, hizo tabernáculo o morada en medio de los hombres. El tabernáculo era el sitio donde los Israelitas debían adorar a Dios, porque en él estaba la presencia del Padre. En el tabernáculo era donde se debían ofrecer los sacrificios aceptables ante Dios. Hoy día nuestro tabernáculo es Cristo. Solo podemos adorar verdaderamente a Dios si lo hacemos a través de Cristo, mirando a Cristo, confiando en el sacrificio de Cristo. Él es la imagen visible del Dios invisible, y si alguien quiera adorar a Dios, debe hacerlo adorando al Hijo. Si alguien pretende adorar a Dios a través de imágenes, fotos, escapularios, vírgenes, o la mediación de otra persona o ángel; comete un fatal error y ofende seriamente al Verbo. Sólo Cristo es Dios y hombre, sólo a través de Cristo podemos llegar al Padre.
Cuán hermoso es nuestro Cristo. En él habita la destellante gloria del Padre, porque él y el Padre son uno. Pero dichosa es nuestra esperanza, que ahora tenemos a un representante, totalmente hombre, delante de Dios. Jesús manifiesta la belleza de la gloria del Padre y la belleza de la gloria moral del hombre perfecto. Adoremos a Jesús en su humanidad, adoremos a Jesús en su divinidad. Exaltemos a Dios porque nos dio un salvador divino, pero humano. Un salvador que puede acceder a las recámaras más íntimas del cielo, porque es Hijo Unigénito Eterno; pero también es un salvador que puede representarnos ante el Padre porque es hombre como nosotros y conoció nuestra debilidad. Adoremos a Jesús porque, aunque vivió en un cuerpo débil, ahora está en los cielos con un cuerpo humano glorificado.


[1] Ryle, J.C. Meditaciones sobre los evangelios. Juan 1-6. Páginas 49-50
[2] Ryle, J. C. Meditaciones sobre los evangelios. Juan 1-6. Página 58 (citando a Lightfoot)
[3] Hendriksen, William. El Evangelio según San Juan. Página 93
[4] Ryle, J. C. Meditaciones sobre los evangelios. Juan 1-6. Página 51-52
[5] Ryle, J. C. Meditaciones sobre los evangelios. Juan 1-6. Página 60 

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